En febrero de 1990, el dúo Milli Vanilli ganó el premio Grammy al Mejor Nuevo Artista. Pero para fin de año, después de vender millones de discos, una investigación de Los Angeles Times reveló que eran un producto artificial generado por una inteligencia externa: un productor los convocó y puso sus rostros en fotos, videos y shows, en los que hacían playback sobre grabaciones realizadas por un equipo de cantantes profesionales. Como consecuencia, fueron despojados de su premio y su álbum, retirado del catálogo estadounidense.
Hoy, considerando el desarrollo exponencial de la Inteligencia Artificial (IA) -capaz de que Susana Giménez charle con la que ella misma fue hace medio siglo-, es lícito preguntarse: ¿llegará al Grammy un producto armado por una IA, cuyos algoritmos definan letra, melodía, armonía, ritmo, arreglo, orquestación, voces, instrumentos, mezcla y mastering? ¿En cuánto tiempo la IA puede, podría, podrá prescindir de todas los eslabones humanos en la cadena musical? Pero además de poder, ¿debería?
Tal vez sea más sencillo dejar que la IA determine los ganadores de los Grammys. Un dato clave en este proceso sería que el deep learning (la tecnología que permite conexiones neuronales digitales cada vez más complejas y rápidas, sin intervención humana) podría representar los intereses de las grandes corporaciones, ya que la música independiente suele ser ignorada en estos premios.